Durante mi estancia en la Antártida acompañando a un proyecto del CSIC en 2009, conocí a Alfonso. Llegó a la isla de Livinsgtone un buen día, como marinero, acompañando una carga marítima que habían enviado desde España. Hicieron el estibaje completo de algunas maquinarias y suministros que traían y al finalizar el día, el patrón del carguero le comunicó a Alfonso que su barco no regresaría a Chile, como estaba previsto, porque había conseguido algún negocio en Sudáfrica, hacia donde partiría de inmediato. Así fue como inesperadamente Alfonso se vio varado en la Isla de Livingstone y cómo se le dio acogida en nuestra base antártica hasta que hubiera forma de que pudiera regresar a Punta Arenas, donde lo esperaba su familia.
Alfonso, en realidad, era pescador de merluzas en el Estrecho de Magallanes y en toda la región de esteros y fiordos alrededor del Canal de Beagle. Era descendiente de una familia de pescadores y toda su vida la había pasado en un pequeño bote desde el que pescaba a mano, con tanza, uno a uno, los codiciados peces. Puntualmente aprovechaba algún viaje de cabotaje que le pudiera proporcionar ingresos extras. Y fue así como acabó varado en la Antártida.
Una base científica es un microuniverso aislado. Allí cada cual tiene unas responsabilidades asignadas y una programación diaria de trabajos. En aquel momento debíamos ser unos doce o catorce en total en la base española Juan Carlos I. Alfonso intentaba pasar desapercibido y no causar molestias, por su condición de acogido y yo procuraba también no molestar ni ser demasiado patente, para poder realizar mi trabajo fotográfico. De alguna manera, los dos éramos como piezas sueltas dentro de aquel puzzle bien armado.
Cada mañana los diferentes equipos de investigación debían salir hacia lugares apartados donde hacían sus experimentos sobre climatología, geología, biología y cambio climático. Yo intentaba poco a poco acompañarlos a todos para obtener el mayor número de fotografías y de las temáticas más variadas. Un buen día Alfonso, que hasta ahora había estado ocioso, se brindó a ayudarme a cargar mis mochilas con trípodes y cámaras. Y fue así como comenzó a formar parte de mis días en la Antártida. Me esperaba cada amanecer en el comedor de la base desde bien temprano y salíamos a caminar detrás de los grupos de científicos a través de aquellas laderas nevadas. Un día subíamos a pie a la cumbre del monte Queen Sofía y al día siguiente navegábamos en lanchas fueraborda hasta la Punta de Hannah. Al amanecer del siguiente día explorábamos Snow Island y acabábamos observando la entrada de la ballenas al atardecer en South Bay. Subíamos a pie hasta los refugios de montaña y desde allí bajábamos en motos de nieve hasta las crestas del Glaciar de Johnsons. Los pinguinos, elefantes y lobos marinos, las focas leopardo y los skuas fueron testigos de nuestras exploraciones diarias bajo el cielo limpio de la Antártida. Como teníamos prohibido salir solos fuera del entorno de la base, la compañía de Alfonso, supuso para mí, por fin, el comienzo de mis propias exploraciones. Era justamente el compañero que necesitaba para romper definitivamente el perímetro de seguridad.
Alfonso era un hombre nacido y criado en las duras tierras del Sur de Chile: un patagón marinero con un conocimiento del medio que nos rodeaba que yo, andaluz y recién llegado, nunca podría llegar a tener. Alfonso era serio, taciturno y silencioso. Con el tiempo llegué a apreciar mucho su compañía, sus conocimientos y su ayuda en aquel territorio tan árido y frio. Al fin y al cabo, los dos nos sentíamos náufragos en mitad de ninguna parte. Pero su permanente silencio y sus distancias me causaban una creciente desazón, acostumbrado al trato cálido y cercano de mi Andalucía natal. Días antes de despedirnos, cuando ambos estábamos cerca de dejar definitivamente la Antártida para regresar a nuestras cotidianidades, quise preguntarle si había algo que yo hubiera hecho que le estuviera molestando, ya que seguía sin encontrar razones para su permanente silencio. Alfonso me miró desconsolado y sus ojos achinados se llenaron de lágrimas. Con las pocas palabras que pudo reunir me dijo, a su manera, que esa era su forma de querer y que no conocía otra. Descubrí que bajo aquellas barbas y detrás de ese semblante serio y quemado por el frio y el viento, había un corazón de niño. Nos dimos un emocionado abrazo con el que sellamos definitivamente nuestra amistad. Poco después, la vida nos llevó por derroteros tan alejados que nunca más nos hemos vuelto a encontrar. Pero no olvido. Desde aquí mi agradecimiento emocionado al pescador del Canal de Beagle y amigo, Alfonso.
Texto y fotografías: © Héctor Garrido