En pocas horas conoceremos el fallo definitivo de los premios Goya, a los que la película La Isla Mínima, de Alberto Rodríguez, lleva diecisiete nominaciones, lo que es ya un premio en sí mismo. Por eso, ahora que aún es antes, me gustaría escribir algunas palabras sobre Alberto y sobre su Isla Mínima.
Hace muy poco, no más allá de unos meses, que la Isla Mínima no era más que un topónimo poco conocido en medio de la inmesidad de las marismas del Guadalquivir. Un lugar de difícil transitar y de paisaje hosco, de gente que, en primera instancia, parecía, y quizás es, distante y huidiza. Un paisaje que, con su omnipresente horizonte lineal y lejano, transgredía las normas de la verticalidad clásica de la belleza estandarizada, creando un sentimiento de desasosiego en la mirada. Un lugar de extremos, donde todo agua o todo polvo. Un lugar que es, sobre todo, protagonista indudable de todas y cada una de las vidas de sus habitantes, sean personas o animales. La marisma es ley, es norma, es vida y deberá ser muerte cuando corresponda. Siempre presente.
Pero ocurre que, curiosamente, en las incursiones que hasta ahora el cine había hecho en la marisma, nunca el paisaje había pasado de ser un mero decorado, una mancha de color, siempre ocre, detrás de los personajes y su trama, muy lejos de lo que ocurre en la vida real. Hasta ahora.
Y de pronto, Alberto Rodríguez, alguien curiosamente ligado en su vida y en su profesión al medio urbano, ha concedido a la marisma, al fin, el papel protagonista que lleva milenios interpretando en la vida de cada uno de los que en ella habita. Su ley y su norma.
Y es cierto que La Isla Mínima -la película- tiene otros magníficos valores, que ya son elogiados por la crítica y el público, y que quizás mañana en la noche, en el escenario de los premios Goya, se reconozcan de pleno derecho. Y, sin duda, merece todos esos elogios y todos esos Goya. Pero, más allá de eso, la crítica aún no ha narrado que, cuando se enciende La Isla Mínima, en la oscuridad de una sala de proyección, la magia del cine se cumple al fin y el espectador de pronto se encuentra sumergido en el nítido ambiente de la marisma, llegando de alguna forma a percibir el olor a cieno, la humedad y, sobre todo, su aplastante peso, que empuja, vira y transforma cada uno de sus personajes. Un peso que nace, sin artificios, en la imagen y el sonido de la pantalla y se acaba expandiendo silencioso y firme por todo el patio de butacas.
La historia que nos lleva a este punto es larga y curiosa, por lo que debemos retroceder un poco en el tiempo. Hace unos siete años que mis fotografías de fractales fueron por primera vez mostradas. Entonces publiqué un libro, llevé a cabo una enorme exposición que viajó por las principales capitales de nuestro país y finalmente varias revistas importantes acogieron aquella historia gráfica sobre los fractales con entusiasmo. Junto al profesor -y amigo- Juan Manuel García Ruiz hicimos un hermoso trabajo que hablaba del lenguaje fractal de las estructuras de la Tierra, basándonos en lo que yo había fotografiado durante varios años en Doñana y las marismas atlánticas andaluzas.
Pues en ese ir y venir andábamos nosotros, mientras el director de cine Alberto Rodríguez andaba, al mismo tiempo, dándole las primeras pinceladas a una nueva película que se debía desarrollar en esa misma marisma. Hasta que un día Alberto vio mis fotografías de fractales en internet y, según me contó después, lo tuvo claro desde el primer momento. Serían las imágenes de cabecera de la película. Así que directamente las descargó en una carpeta del escritorio de su ordenador, con nombre «Isla Mínima», donde se han llevado pacientemente reposando todos estos años. Hasta que un día su película se puso definitivamente en marcha y pidió que localizaran al autor de las fotografías para que pudieran ser usadas en la cabecera de créditos.
La sorpresa vino entonces, porque las fotografías no eran de un desconocido, como sería lógico suponer, sino de un amigo de la familia. Porque resulta, que en el ámbito más cercano se me conoce como Chiqui, y ocurre que a veces, a los cercanos se les olvida que tengo un nombre distinto, que es con el que firmo las fotografías. Y, ni Alberto, ni nadie de su entorno, se había percatado de que uno y otro eran la misma persona.
Y así, un buen día recibí una llamada sorpresiva e ilusionante, que fue el germen de lo que luego hemos podido disfrutar en las pantallas. Y aún quedé más ilusionado cuando Alberto, en una de las conversaciones que vendrían después, me contó que la estética que se iba a usar para construir los personajes y la dirección de arte en la película, estaba inspirada en un trabajo que otro fotógrafo marismeño había realizado varios años atrás. Iban a inspirarse en las maravillosas y únicas fotografías de Atín Aya.
Atín Aya, permítanme que me detenga en esto un momento, fue -corrijo, es- uno de los más grandes fotógrafos de nuestro país. Muchos de sus trabajos son realmente magníficos, pero el que hizo sobre los habitantes de las marismas del Guadalquivir es, simplemente, excepcional. Además de ser un documento único sobre gente irrepetible que jamás volverá a existir, contiene todo el grado de belleza que solo la mano de un maestro como Atín podría haberle dado. Para mi, desde siempre, ese trabajo ha sido toda una fuente de inspiración. Tristemente, Atín nos dejó en 2007, pero recuérdenlo: Atin Aya fue -es- un fotógrafo fundamental, sin el que nunca llegaríamos del todo a comprender la marisma en toda su dimensión.
Volviendo al hilo de la narración, al cine, a Alberto y a la Isla Mínima, para mi, el día que asistí al estreno de La Isla Mínima, la magia se multiplicó aún más, de una forma inesperada. Porque de pronto, las imágenes que durante años había ido fotografiando en torno al concepto de las estructuras fractales de las marismas andaluzas, volvieron a cobrar vida. La varita mágica de la animación se había posado sobre mis fotografías y les había devuelto la vida. Era como volver a volar sobre ellas, como un día en el pasado lo hice con el avión. Porque una fotografía tiene el don y la maldición de ser eternamente estática, inamovible. Una vez que se dispara, el mundo se detiene en ella para siempre. Es la luz de una porción de tiempo, detenido para siempre. Y les puedo asegurar que es una sensación enormemente bella ver revivir así una fotografía. Ver que vuelves a volar sobre ella, como una vez volaste sobre ese mismo paisaje, que las aves vuelven a batir sus alas que habían quedado estáticas o que las turbulencias del agua de los caños vuelven a girar y girar y girar. Y es curioso, porque en los meses previos había asistido en varias ocasiones a la mesa de montaje, con Alberto, a repasar juntos todos los procesos de animación que se estaban llevando sobre las fotografías, hasta que quedaran perfectas. Pero verlas en la enorme pantalla de un cine, moviéndose de nuevo, recuperando para sí el tiempo perdido, es una sensación que tardaré en olvidar.
Así que, con todas estas sensaciones acumuladas, tenía como una irrefrenable necesidad de decir, desde el corazón, que me siento muy feliz, orgulloso y agradecido de haber formado parte de esta aventura de la Isla Mínima.
Así que, gracias, desde el corazón, Alberto, por haberme invitado a acompañaros en este hermoso sueño. Gracias y, pase lo que pase, enhorabuena, a todo el gran equipo de la Isla Mínima. Gracias.
Héctor Garrido
www.hectorgarrido.com