Hay ciudades que no quiero conocer, montañas que no quiero subir y paisajes de los que jamás disfrutaré. Sin embargo, los deseo. De hecho, los deseo profundamente. Me siento atraído por ellos con mucha fuerza. Y los he ido imaginando en mis sueños de deseo con tanta energía que llego a sentir la sensación de haber estado en ellos, de haberlos habitado, aún sin haber estado . Y ahí, en ese viaje imaginado, son absolutamente perfectos. Los libros, la música, el cine, las fotografías y los relatos de mis cercanos los han ido construyendo exactamente así de bien, pieza a pieza. Y todo lo que falta, el pegamento que une todo eso, me lo ha regalado mi imaginación. El resultado es magnífico. Y así me gustaría que se quedaran esos lugares para siempre. Porque, mientras que existan en esa imaginada perfección, para mí, serán exactamente como son. Y como deben ser.
Así que, fuera de mi espacio imaginario, no quiero conocer ninguno de esos lugares, no quiero pisarlos, porque estoy convencido de que en ese momento se deshará el conjuro y se vulgarizarán sin remedio. Y aparecerá una turba irrefrenable de turistas que dominará el espacio y tras ellos llegará una caterva de empresarios afanosos que lo transformarán, colocando los mismos hitos reprendidos en tantos otros lugares vulgarizados del mundo. Y entonces, se habrán perdido para siempre los auténticos cafés imaginados que habrán sido sustituidos por aquellos pertenecientes a perfectas cadenas globales que afean y achabacanan las esquinas que una vez fueron originales y que dieron sentido y carácter al lugar. Los caminos de montaña hermosos, mágicos y solitarios, se habrán llenado de hombres y mujeres ajenos al paisaje, todos ello clonados en su vestimenta y hábitos, que creen peregrinar en lo salvaje y lo hacen en realidad en los senderos dictados por el más voraz de los consumismos. No volverá el silencio, ni la contemplación.
Mi padre me llevó a almorzar a un pequeño antro perdido en algún lugar de Portugal un mediodia de un otoño pasado. Entonces, apenas era yo un muchacho imberbe. La comida era espectacular, el trato, el ambiente, hasta el olor y la luz; todo era, casualmente, no pretendidamente, perfecto. Perfecto en su imperfección. Mi padre me dijo, muy serio, agarrándome la mano encima de la mesa y mirándome a los ojos: “no le hables a nadie de este lugar. Si lo haces, dejará de existir”. Y lo creí. Hice exactamente lo que me dijo y guardé el secreto hasta hoy, aunque con el rabillo del ojo lo buscaba cada vez que transitaba por aquellas carreteras portuguesas en las que el turismo se iba extendiendo como una mancha de aceite y transformaba cada esquina que alcanzaba. Y, efectivamente, un buen día, y no había pasado mucho tiempo desde aquel momento, desapareció. Más bien se volvió irreconocible. Fue su verdad, toda su verdad, la que desapareció. Y quedó de él poco más que el emplazamiento y su función alimenticia. Ni siquiera el nombre. Seguro que alguien había hablado de él.
De esa misma mano de mi padre, a lo largo de los años, he descubierto muchos lugares que luego han dejado de existir para siempre. Muchas singularidades irrepetibles y secretas. Antros, las más de las veces, a los que de buena gana uno renunciaría a entrar solo por el aspecto o por el emplazamiento, pero que atesoraban, tras su aspecto indeseable, los verdaderos patrimonios no reconocidos de la humanidad. Cocinas humeantes en las que los más comunes ingredientes se transmutaban en verdaderos manjares mediante recetas de alquimistas por nadie conocidos. Y todos y cada uno de estos templos de adoración culinaria fueron barridos en poco tiempo por el huracán, pues quizás desde siempre estuvo previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos.